CIELOS PINTADOS
Text © María Zambrano
No se es de un lugar porqué en él se haya nacido, sino porqué en él se haya quedado prendida la mirada. El pintor Jesús González de la Torre nació en Madrid, pero pasó su adolescencia en Segovia. Para él, Segovia es la patria. Y, dentro de su estirpe familiar, segoviana es la de la madre; por parte de su padre, en cambio, hay sangre italiana.
Claro está que no se pinta con la estirpe ni con la sangre. Por eso, lo que cuenta en este pintor es la mirada. Ha mirado y vuelve a mirar el cielo de Segovia. No ya ese cielo que se ve, sino algún otro cielo del cual es anunciación. Desde ese cielo ha mirado; y no ha mirado solamente el cielo. Lo que este niño ve, desde su cielo, es, inevitablemente, la Tierra. Una Tierra que puede ser de antes, del primer día de la creación, o de después, del momento del caos. Ruinas, nada entero… Nada entero, porqué está mirando desde arriba, desde donde la tierra no se ve o se ve tan solo como una esfera, como esas esferas pintadas con un oscuro contenido, de inextricable armonía. ¿Qué son? Quizás son la Tierra misma, en su totalidad, vista desde arriba.
Ningún rostro humano aparece en esta pintura. Ninguna huella del hombre, salvo en algún cuadro último, pintado con el deseo de estas pintándolo desde la llamada Tierra intermediaria, esa Tierra preciosa del esoterismo islámico donde se está antes de nacer y a la que se vuelve para resucitar.
Hay en Roma un monumento extraño en la plaza del mercado más populoso. Se trata de una puerta, llamada la Puerta Hermética, que es lo que ha quedado de un palacio de unos cardenales del Renacimiento. Tiene siete lemas, que corresponden a los siete planetas. Uno de ellos es: «Si logras convertir la Tierra en Cielo y el Cielo en la Tierra Preciosa, serás llamado sabio.» Se me ocurrió que, sin conocer este lema el pintor Jesús G. de la Torre, eso es lo que buscaba. Pero lo buscaba solamente con la mirada, sin materia alguna. Mirar, buscar el lugar desde donde, al mismo tiempo, se entrecrucen la mirada que la Tierra recibe. Una aventura ganada o perdida solamente en la luz.
Esos cuadros esféricos de Jesús G. de la Torre serían, el lugar de la totalidad de la Tierra, pero vista desde afuera y desde arriba. ¿Qué contienen? Una de las raras veces en que se refleja lo humano, lo humano es un tropel, la tristeza de lo humano visto desde arriba. Algún día aparecerá en este pintor el rostro de aquello que parece estar persiguiendo la aurora. La aurora de esta Tierra preciosa en que lo humano es salvado sin aparecer y lo celeste desciende a lo humano abrazándolo.
En una de las obras de este pintor, el cielo, siempre tan liso y claro en sus cuadros, aparece negro, oscurísimo, y, bajo él, la Tierra, ella misma abierta, con unas huellas sangrientas, como si la Tierra hubiera albergado algo sangriento, un estigma, un hombre quizá, unas marcas de un hombre ensangrentado, perteneciente a ese tropel contemplado desde la altura.
Esa altura es un afuera, pero con el anhelo reconocible de estar dentro, de ser ese anhelo que no se manifiesta todavía, que tal vez no se podrá manifestar nunca. Por eso pienso, viendo esta pintura tan lisa, tan ordenada y matemática, que está abrazando y escondiendo ese anhelo de lo humano por ser divino, celeste, al tiempo que el cielo se derrama para intentar llegar a la Tierra. Creo que ahí residen el enigma y el gozo de esta pintura.
No, no hay solo enigma. Hay gozo en los azules, en esos azules que bien pudieran ser segovianos. Azules hay muchos en Segovia. Es la tierra del azul, de los azules, de las lejanías azules de la tierra, de lo inmediato, de lo que es azul sin tener por qué serlo. Eso lo he visto y lo he gozado en Segovia. Y eso es lo que he encontrado de más viviente en la poesía del pintor Jesús G. de la Torre.
Auguro y espero muy en breve que aparezca este abrazo que nos dé la aurora ya anunciada. Y este último cielo, tan oscuro, pudiera ser un espacio interestelar, inhabitado, una distancia que todavía nos separa de la Tierra preciosa y que las huellas del hombre ensangrentado reclaman sea recorrido, sea visitado.
Algo de italiano hay, asimismo, en esta pintura: esa apertura, esa generosidad del espacio, esos campos no habitados de un Giotto, esa mirada siempre a punto de derramarse.